Artículo de Opinión- Nicaragua y el eterno dilema de la izquierda

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Emilio Polo Garrón es coordinador de cooperación en Paz con Dignidad , artículo publicado en La Marea (19 de  julio de 2018). 

Foto de La Marea- Una manifestante sostiene un cartel que compara al presidente Daniel Ortega con el dictador nicaragüense Anastasio Somoza. Foto: Reuters / Jorge Cabrera.

“Asistimos a la amenaza de que todo aquello que tuvo de honorable y justa la revolución sandinista se diluya definitivamente con la represión que está llevando a cabo Ortega” escribe Emilio Polo.

Emilio Polo* // Miguel se empezó a interesar por Nicaragua en los años ochenta del siglo pasado. Fue en la universidad. Una de sus mejores amigas durante esos años le hablaba sobre la revolución sandinista. Miguel, además, gracias a su militancia en el partido, conoció a muchas personas que habían pasado por Nicaragua y le hablaban de cómo un pueblo empobrecido y oprimido logró vencer al ogro, Somoza, y echarlo para siempre. Le fascinaba acercarse a la historia de resistencia de un movimiento popular frente a las múltiples acometidas de la administración norteamericana para derrocarle. Qué importante era para el imaginario colectivo pensar que lo allí ocurrido podría servir de ejemplo en otros lugares de la región.

Años más tarde, a finales de siglo, logró ir a Nicaragua a través de brigadas internacionalistas solidarias. Descubrió cómo la revolución sirvió para dar herramientas a la población en salud o educación que ni por asomo podrían soñar otros países de la región como Guatemala, Honduras o El Salvador. Por eso, aunque es consciente de las contradicciones y excesos que han surgido desde entonces, también sabe a ciencia cierta que las diferentes administraciones del país del norte han hecho todo lo necesario para acabar con cualquier gobierno que sea contrario a sus intereses. Esto acaba por convencerle una vez más. Ortega no es perfecto, pero hay que cerrar filas ante la amenaza imperialista. No se le puede dar munición al enemigo. Y se convence por varias vías. Vías que van desde sus experiencias en la comisión de derechos humanos durante el golpe de Honduras, donde queda más que evidente la responsabilidad norteamericana en el derrocamiento de Zelaya, hasta lecturas de las obras de Gary Webb y Nick Schou, donde se relata cómo la CIA inundó de crack los barrios más pobres de Los Ángeles con el fin de financiarse y derivar fondos a la Contra Nicaragüense para derribar al gobierno sandinista.

Ahora, ante los acontecimientos que se suceden día tras día en el país centroamericano, Miguel se enfrenta al dilema de si hace suyos argumentos que pretenden justificar la actitud del gobierno de Ortega para no dar munición al enemigo ideológico o deja de mirar para otro lado y asume la responsabilidad de denunciar las medidas de terror por parte del gobierno hacia la población civil a las que asistimos estas semanas.

Como Miguel, muchas de las personas que fuimos atraídos por la revolución sandinista asistimos alarmados ante los acontecimientos que se desarrollan estos días en Nicaragua. Las hay, como yo, que sabíamos que Ortega y Murillo hacía mucho tiempo que no representaban los valores de aquellos otros tiempos que prendieron en el imaginario colectivo una luz de libertad y esperanza para los pueblos oprimidos de Centroamérica. Y lo sabíamos desde que pactaron con las posiciones más neoliberales o con los sectores más conservadores del país. Lo sabíamos cuando echaron a la hoguera los derechos de las mujeres para contentar a las posiciones religiosas más ultraderechistas. Y sabíamos más cosas y pocas buenas. Como que cualquier persona de trayectoria intachable era, por oponerse a la deriva autoritaria de Ortega, acusada de contra revolucionaria. Porque no debemos olvidar, como decíamos, que se puede justificar cualquier cosa, menos la de dar munición al enemigo.

Y llegamos al día en que las personas al frente del gobierno, que dice ser el faro que sigue alumbrando la otrora revolución, logran tener una posición de privilegio personal gracias al control total de las instituciones en una sociedad aún castigada por la desigualdad, al mismo tiempo que, con argumentos mesiánicos, mandan matar a las personas que protestan en las calles. Un claro ejemplo de ejercicio de violencia simbólico-cultural que precede al asesinato. Señalando a quien sale a la calle como una suerte de minoría siniestra llena de odio que busca un golpe de Estado, se da el paso necesario que precede al exterminio. Para completar el ciclo del horror, estas masacres se llevan a cabo bajo el relato que tantas veces hemos escuchado los que hemos transitado por América Latina y que nos hunde en un pozo de amargura cuando se proclama desde un gobierno que se dice del pueblo: es necesario traer la paz de nuevo a las calles haciendo un ejercicio exhaustivo de limpieza social a través de escuadrones paramilitares que actúan encapuchados, esto es, los verdaderos patriotas.

Y de repente, de este lado del mar, poco más de 60 años después, de nuevo Hungría, los campos de trabajo soviéticos o Argelia y los debates de la izquierda. De nuevo, Sartre o Camus sobrevuelan las discusiones sobre qué decir, más que sobre qué hacer. Aunque ahora, las discusiones a años luz del alcance intelectual de aquellos ante dilemas similares. La razón de estado como fachada de la represión. Gomulka decía sobre la barbarie de Hungría que fue un acto correcto y necesario. Igual que los que defienden ahora la represión en Nicaragua porque es correcta y necesaria. Correcta porque se aniquila al enemigo interno y necesaria para mantener viva la revolución. Argumentos que le valdrían a Balzac para añadir algún que otro capítulo a sus Ilusiones Pérdidas, obra que se está convirtiendo en un libro de cabecera de todas aquellas personas que asisten a una época de desilusiones que les arrojan bien lejos del imaginario que soñaba con que el Estado nación podría ser el vehículo capaz de trazar la senda hacia sociedades más justas, desde las oportunidades, y más igualitarias, desde los derechos.

Asistimos a la amenaza de que todo aquello que tuvo de honorable y justa la revolución sandinista se diluya definitivamente con la represión que está llevando a cabo Ortega, mientras, Murillo le susurra al oído las medidas a tomar. El gobierno de Nicaragua se ha empeñado en confeccionar una losa que pretende poner encima de una tumba en la que enterrar el legado sandinista y de paso dinamitar definitivamente lo que a mi entender serían los pilares más importantes que caracterizarían los cimientos de cualquier sociedad que, lejos de los márgenes liberales-representativos que nos impone el pensamiento hegemónico dominante, pretende ser democrática, esto es: limitar el poder, garantizar el disenso y proteger a las minorías.

Masacrar a población sin tan siquiera pensar en articular un proceso jurídico de garantías que se aplique a quien se supone ha de rendir cuentas por quebrantar la ley es la justificación que ha estado siempre detrás de las ejecuciones extrajudiciales. Asistimos a la antesala del horror que, si no somos capaces de denunciar, nos sitúa ante las posiciones nihilistas que llevan a una conclusión que ha estremecido al mundo desde el siglo pasado. Como da igual todo, todo vale, incluso el exterminio masivo de seres humanos. Y como en todos los lugares del mundo se pisotean los derechos humanos, incluyendo a los países del capitalismo avanzado, pues no hay lugar para la crítica que pueda ser legítima a gobiernos que se dicen ser de los nuestros. Pero ante esto tenemos que decir bien alto que, entre las muchas cosas que nos debe diferenciar de nuestro enemigo ideológico, una de las más relevantes es que al adversario jamás le combatiremos desde el asesinato o la tortura. Y, sobre todo, mucho más importante es que, si justificamos una masacre, justificamos todas.

* Emilio Polo Garrón, coordinador de cooperación de  Paz con Dignidad 

 

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